El Rosario, tan vivamente recomendado por la Iglesia, siempre encontró amplia difusión en el interior de la Familia Vicenciana, constituyéndose en un medio relevante y eficaz de cultivo de la vida espiritual y de impulso caritativo-misionero. San Vicente de Paúl no sólo se mostraba asiduo a su recitación, como también aconsejaba ese ejercicio a todos cuantos se asociaban a sus obras de evangelización y servicio a los pobres. Es lo que se puede constatar de las alusiones al Rosario dispersas en sus coloquios y escritos a los Padres y Hermanos de la Misión, a las Hijas de la Caridad y a las Señoras de las Cofradías. "El Rosario es una oración muy eficaz, si la rezamos bien", dirá el fundador a las Hermanas (SV X, 620). En la misma estela, se sitúan Santa Luisa de Marillac, Santa Catarina Labouré, el Beato Antonio Federico Ozanam y todos los que se dispusieron a encontrar en María una perenne fuente de inspiración en el seguimiento de Jesucristo, cada uno dentro de aquellas circunstancias históricas en que la Providencia le permitió vivir y actuar. Pero fue en 1830 cuando vino la más fulgurante expresión mariana de la espiritualidad vicenciana: la Medalla Milagrosa, signo inequívoco de la predilección de María por los pequeños y pobres y llamamiento a tomarla como guía en la vivencia de los valores cristianos.